Emoción nocturna

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La luna brillaba en lo más alto cuando Alexander Falke detuvo el deportivo a un lado de la carretera. Su brazo izquierdo estaba apoyado sobre la ventanilla y el humo de un tabaco de pegatinas doradas se perdía entre la espesa neblina. Alguna estrella lejana se reflejó en la manigueta plateada de la puerta cuando esta se movió rápidamente hacia arriba. A pesar del frío, el motor del Mercedes-Benz ardía con fuerza. El vehículo, uno de los coches insignia de la colección familiar, jadeaba como un caballo luego de esprintar durante horas.

En medio de aquel antiguo bosque, entre los altos y frondosos pinos, las luces del Mercedes se apagaron. La última llamarada del lujoso tabaco se convirtió de pronto en una antorcha gigante que se extinguió como las esperanzas de un enamorado en desgracia. El silencio, únicamente interrumpido por el crujir de las ramas, se hizo total cuando el motor del coche finalmente descansó.

Alexander estiró su mano izquierda hasta alcanzar el pequeño botón que reclinó el asiento del conductor. Su cabeza todavía daba vueltas y el ritmo de su respiración seguía siendo elevado. Luego de varios segundos decidió desabrocharse el cinturón y se dejó caer sobre el cuero de la cabecera. Como por instinto, sus dedos buscaron consuelo en el anillo dorado con forma de halcón que brillaba casi invisible sobre el nudillo de su dedo corazón. El reloj del coche indicaba que faltaban tres minutos para las dos de la mañana.

A lo lejos, un sonido agudo interrumpió el extraño y profundo silencio. Alexander abrió los ojos y las luces rojas y azules que se reflejaron en el espejo retrovisor lo aturdieron de repente. Los chillidos de las sirenas y el rugido de los motores se acercaban por el mismo camino por el que él había emprendido la huida hace menos de media hora. Oculto entre la penumbra del bosque pudo ver como cuatro coches de policía se perdían en el horizonte.

Esperó un poco más de un minuto para despertar del letargo a su Mercedes-Benz. Encendió la luz amarillosa de la cabina y contempló su reflejo en el espejo. Su cabello rubio caía desordenado sobre sus hombros y sus mejillas estaban rojizas luego de haber expuesto su delgado rostro a la brisa helada de invierno. Se acomodó el cuello de su chaqueta de cuero y se abrochó el cinturón que hizo un satisfactorio clic. Dos de la mañana.

Con las ventanas arriba y Led Zeppelin en la radio, pisó el acelerador a fondo en dirección contraria a los coches de policía. El Mercedes-Benz negro anduvo unos minutos más por el oscuro camino hasta que llegó a la A8, la autopista que lo llevaría de vuelta al centro de Múnich. El motor del vehículo rugía como una leona en cacería mientras Alexander deslizaba el volante con la delicadeza de un conductor experimentado. Unos minutos más tarde, las luces de los primeros edificios le hicieron saber que estaba a salvo.

Correr autos siempre funcionaba cuando el insomnio lo apartaba de los reinos de Morfeo. Además, no había nada que el ingreso de unos cuantos miles de euros en efectivo no pudiera arreglar. Siempre —y esto lo aprendió desde muy niño— era bueno tener billetes frescos que no dejaran rastro. En un país como Alemania, esa era la única forma de cumplir sus deseos más oscuros; y vaya que Alexander tenía varios. Más de los que cualquiera imaginaría.

La enorme luz roja de un semáforo le bloqueaba el paso cuando la música se vino abajo y el timbre de un teléfono celular invadió las bocinas.

—Justo cuando creía que no ibas a llamar —contestó—.  Después de tanto tiempo creí que al menos ibas a ponérmela más difícil.

—No tendría ningún sentido ganarte, corazón. —una voz femenina recorrió el interior del coche—. Sería muy aburrido que te gane en todo lo que hacemos, ¿no crees?

Una pequeña y sincera carcajada le brotó del pecho —¿Es que acaso tienes ganas de algo más esta noche? —preguntó.

—A lo mejor te sorprendo un poco —respondió aquella voz con lujuria—. Ya sabes dónde encontrarme. ¿O es que después de tantos meses ya se te olvidó?

Suspiró.

—Me encanta que me retes. —colgó—.

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