Minutos antes de contraer matrimonio, a Antonella Siracusa se le vino a la mente un momento muy específico de su infancia. No sabía si era el olor a lavanda de la túnica consagrada del padre González, o el chismorreo que venía de las primeras bancas de la iglesia, lo que le hizo pensar en el patio de su abuela Salma. Vestida de blanco, con un elegante tejido que le cubría el apretado corsé, recordó hambrienta los deditos de olaya que su tata solía prepararle por las mañanas, luego de que el trinar de los pájaros y el sonido abrupto de la risotada de Fernán de Heredia, el encargado del correo, la despertaran de sus sueños en que era emperatriz y dominaba al mundo entero.
Quizás era algún efecto secundario del ayuno obligatorio al que había tenido que someterse para encajar en ese vestido, costura heredada de su otra abuela, Fiora de Siracusa, lo que le había hecho fantasear con los deditos de olaya; en aquella masa de harina alargada rellena de queso mozzarella que su familia italiana les enviaba religiosamente todos los meses desde Nápoles.
El de esa ocasión era un vestido hermoso, envidiado por las solteras jóvenes, por las viejas solteronas y por las aburridas del matrimonio. Tan bonito era, con sus costuras perfectas y su tela suave, que a muchas se les ocurrió casarse nuevamente. Meses atrás, cuando Antonella Siracusa se lo probó por vez primera, cuenta el padre González que tuvo que cerrar el despacho cural por varios días, ya que las solicitudes de divorcio, las confesiones y las inscripciones matrimoniales habían sobrepasado la capacidad administrativa -y de asombro- del veterano sacerdote.
Aún con toda la logística del caso y con lo reservadas que fueron las invitaciones, la iglesia de San José no daba abasto para lo que auguraba ser la boda de la década. Desde la procesión de Semana Santa, cuando vino el mismísimo presidente a rendir penitencia con los más ricos y pobres, no se veía una muchedumbre tan ansiosa y a la expectativa como esa tarde. Afuera del templo los mùsicos armonizaban la espera con vallenatos y baladas, mientras que los vendedores ambulantes, que se habían acercado a ofrecer sus pinchos de carnes extrañas y limonadas con agua de caño, se peleaban por una clientela cada vez màs hambrienta y desesperada por el calor que les caía a llamaradas desde el cielo.
La iglesia de San José era un templo despampanante, imponente y majestuoso. Como toda gran metrópolis sudamericana, Barranquilla -que aspiraba a serlo- no podía quedarse atrás en su demostración de arquitectura religiosa. Para muchos no importaba si los feligreses se confesaban, o si iban a misa, sino el tamaño del templo, que era el mayor diezmo que se podía entregar en honor a Cristo.
San José, con su estilo románico, muy clásico, coronado por los dos torreones con campanario que destacan de la estructura principal, era un deleite para todos los transeúntes del sector. En las primeras fotografías aéreas que se hicieron de Barranquilla sus imponentes columnas de piedra blanca brillaban casi que a color; eran los baluartes que sostenían no solo la cúpula del lujoso templo, sino también el peso moral de una ciudad que pecaba y rezaba en la misma medida.
Con la llegada de más invitados, entre los que se encontraban los más célebres personajes de la ciudad, Antonella recordó también las discusiones acaloradas que surgían a la hora de escoger el mejor queso para hacer los deditos de olaya. Su abuela Salma, turca de pura cepa, criada a punta de kebab y tahine, y su padre, más italiano que una postal en el Coliseo, no lograban ponerse de acuerdo entre si el mozarella o el costeño, un queso agrio, salado y de muy poca aceptación entre los amantes de la alta culinaria, era el mejor relleno para el manjar con el que la pequeña Antonella se deleitaba todas las mañanas.
A veces cuando Enzo, su hermano mayor, volvía de los cafetales que administraba en Pereira, Antonella solía acompañar los deditos de olaya con café y pan, que su abuela Salma compraba sin falta a Carlos Franco, un anciano calvo y amargado, cojo de una pata, que vendía las mejores piñitas del centro de Barranquilla. Así, combinando el salado con el dulce, la pequeña Antonella aprendió -sin saberlo- uno de los principios básicos de la culinaria, y de la vida, uno que asumió con dignidad el día que aceptó a Juan Mendieta como su futuro esposo.
Ante la expectativa de los presentes, aglomerados en las bancas de madera importadas también desde Italia, Antonella no tenía mayor respuesta que su sonrisa, aquella sutil curva brillante que se asomaba entre lo rojizo de sus mejillas. La novia los observaba a todos desde la pequeña habitación cural, escondida como una bóveda del tesoro detrás del altar, y saludaba de lejos a los intrépidos que -ansiosos por divulgar su aspecto al resto de invitados- se estiraban como paparazzis, aún si esto les costaba la perfección de sus costuras, o si revelaba los rotos de sus medias al inclinarse raudos de obtener así fuera un poco de visión de la prometida.
Dentro de aquel cuarto, atiborrado de rostros ficticios de Jesús de Nazareth, que observaba a Antonella con sus ojos azules y su cabello lacio que le caía hasta los hombros, la abuela Salma le preguntaba al padre González cuánto más había que esperar. Fiora de Siracusa, que había llegado desde Nápoles hacía tres meses para ponerse al frente de todos los detalles de la boda, seguía impartiendo órdenes a sus hijas, las tres hermanas solteronas de su padre, para que todo en la iglesia luciera impecable, pues -por segunda vez en quién sabe cuántos años- una mujer Siracusa iba a contraer matrimonio.
Entre el alboroto y el cuchicheo que tenían cada vez más tensa a Antonella, Gloria Sahín, su madre, permanecía impoluta en una esquina, sentada con la espalda recta y con las manos sobre las rodillas. Su aspecto, regio y elegante, no hacía más que transmitirle inseguridad y angustia, pues solo faltaba una palabra de su señora madre para que toda la boda, en la que Marco Siracusa, su padre, había invertido todas las ganancias de sus millares de hectáreas en el Magdalena, se cancelara.
Gloria Sahín había nacido en Barranquilla, ciudad a la que llegó la abuela Salma huyendo de la guerra en Europa. Para la vieja turca, aquel centro urbano de calles arenosas había significado un nuevo comienzo. Tal y como se lo recomendó su marido, Cëngiz Sahín, que murió de tuberculosis antes de subirse al barco que lo trajera al nuevo mundo, la mujer hizo dos inversiones que le valieron para ganarse un nombre entre la élite barranquillera, una mezcla de europeos y árabes que se reunían todas las mañanas a tomar té y jugar tenis en el recién inaugurado Club de la Costa.
Con los lingotes de oro que trajo en un pequeño cofre, atesorado entre sus piernas durante los 58 días que duró el viaje en barco, que le dejó magulladuras y heridas en zonas que más nadie sino su difunto esposo podría haber sanado y acariciado, Salma Sahín se compró una casa de tres habitaciones, cuatro baños y dos patios en el barrio El Prado, el más exclusivo de Barranquilla, y un pequeño local a solo dos cuadras del caño de la Ahuyama, en el centro de la ciudad, donde desembarcaban los buques que no atracaban en Puerto Colombia, el centro portuario más importante de ese país en desarrollo que era Colombia.
Tales inversiones y su sorprendente dominio del español, que aprendió en casa gracias a los libros que su padre le había comprado a un navegante ibérico itinerante, le valieron para que los miembros del recién inaugurado Club de la Costa le pidieran afiliarse. William Wënder, un alemán que ejercía como director del club, había quedado maravillado no solo con sus ojos café, que su nieta Antonella heredaría, sino también con su billetera, pues se rumoraba que la viuda turca conservaba todavía varios lingotes por si la guerra llegaba hasta Colombia.
A pesar del interés de muchos adinerados y célebres caballeros barranquilleros, Salma Sahín nunca entregó su flor a más nadie que no fuera su difunto esposo, aún en tiempos de desespero, cuando la soledad y la tristeza le encendían los fuegos de la lujuria y el descontrol. En cambio se dedicó a sus hijos, Gloria y Tarkan, a su educación y a conseguirles un buen matrimonio, que asegurara no solo la permanencia de su linaje en un país tan lejano a su natal Turquía, sino también el buen nombre de su familia y los lingotes que -con el pasar de los años- se transformaron en los billetes de una jugosa herencia.
Tarkan estaba en la puerta, cual guardaespaldas de una celebridad del tan popular Hollywood, famoso en este rincón del planeta por sus cintas de vaqueros y de persecuciones policíacas. Su espalda ancha, su nariz fileña y su cabello negro azabache, salteado de cortas y escasas canas, enloquecían a la mitad de las solteras adineradas de la ciudad, que no era más que una remezcla de barrios entre medio finos y pobres, poblados en su mayoría por extranjeros, invasores, hombres de negocios y migrantes de otras zonas del país. Tarkan, el soltero de oro, el semental más deseado, era una de las preocupaciones de Salma, que veía cómo su hijo ya entraba a su cuarta década sin haber tanteado de cerca las puertas del matrimonio, portones que estaban a minutos de abrirse ante su adorada nieta.
De su otra hija, Gloria, que le había traído a la hermosa Antonella a la tierra, la vieja Salma solía decir que fue una sonsa al abrirle las piernas a un italiano de medio pelo, que la sedujo no solo con su palabrerío innecesario y su supuesta elegancia, sino también con el sueño de una fortuna invertida en tierra de nadie, el Magdalena, un lugar de mala muerte lleno de fango, mosquitos y comida salada, como el queso del que tanto profesa su yerno.
Los negocios de Marco Siracusa, plenamente agropecuarios, nunca le interesaron a Salma, que aceptó la unión solamente cuando los vientos le dijeron que el bebé que ya reposaba en el vientre de su hija Gloria era una niña, y que esta iba a ser la más hermosa de toda Barranquilla. Si algo daba por sentado la vieja turca era que los vientos no se equivocaban, y cuando vio a la pequeña Antonella salir como una masa enrojecida con ojos, nariz y boca, supo que tenían razón, pues su nieta era -efectivamente- la criatura más hermosa que sus ojos café hubieran visto antes.
Antonella creció entonces entre las comodidades y los caprichos de su abuela Salma y los desayunos salados, los almuerzos calurosos y las noches estrelladas en la finca de su padre en Remolino, Magdalena, un caserío de no más de 300 personas con apenas agua potable, que llegaba en tanques a lomo de mula, una plaza con una diminuta iglesia y un colegio solo para varones. Como era costumbre, y también acorde a la disponibilidad de tiempo de su padre, Antonella vivía entre semana con las matriarcas, su madre y su abuela, en la casona de El Prado, y los sábados se iba con su padre, con quien era feliz caminando descalza sobre la hierba y ordeñando las vacas con las manos sucias de tierra.
Cada quince días, como se lo había jurado Marco Siracusa al padre González cuando este ofició el matrimonio entre el italiano y Gloria, el marido llegaba con sus botas llenas de tierra, las camisas medio rotas y el sombrero vueltiao’ curtido y húmedo al portal de la casona de El Prado, en donde -casi que obligada y por cumplir sus deberes de suegra ejemplar- la vieja Salma lo atendía como rey, a sabiendas que, por las noches, el mismo hombre que ella alimentaba se comía a su hija en la cama matrimonial.
Marco, mientras los demás discutían ansiosos, estaba recostado contra la pared, a unos pocos metros de donde hacía guardia el fornido Tarkán. Era un tipo flacucho, con barba tupida, y ojos pequeños. A diferencia de la mirada seductora de las Sahín, el aire de Marco era más misterioso, casi completamente reservado, que intimidaba en cierta medida. A diferencia de su cuñado, al italiano el traje le quedaba un poco grande y se había olvidado de encerar los zapatos.
Viéndolos así, tan diferentes y en roles tan opuestos, Gloria Sahín se cuestionó, por vez quinta en la última hora, las decisiones que la habían llevado hasta ese momento. Su madre, que siempre le había recriminado el haber echado a perder la genética perfecta de su familia turca, nunca entendería el por qué ella decidió casarse con Marco, un tipo sencillo, con ideales y que -espera- multiplicará su fortuna. Ahí donde lo ves -se dijo Gloria para dentro de sí- Marco es un tipo serio, aplicado y muy buen trabajador. Entre sus ojos verde-grisáceo y sus brazos flacos también hay un tipo atractivo, solo que no del tipo con el que a mamá le habría gustado me casara.
En medio de la algarabía que ya se formaba dentro de la pequeña habitación cural, el padre González, en contra de su naturaleza mansa y tranquila, levantó la voz para pedir la palabra, pues le preocupaba que -con los 20 minutos de retraso que llevaba la boda, los invitados pudieran amotinarse dentro de la casa del señor. Las Sahín, furiosas, aliadas por primera vez con la abuela italiana, Fiora de Siracusa, se abalanzaron con un mar de preguntas ante la desesperada Antonella, a quien ya se le habían acabado las excusas para su ausente prometido, el codiciado y multimillonario Juan Mendieta.
Juan y Antonella se conocieron en una mañana calurosa típica de Barranquilla, con el sol ardiente sobre sus cabezas y el ruido ensordecedor de los vendedores ambulantes en lo más profundo de sus oídos. Mendieta había ido al centro, una especie de mercado persa, desordenado y atiborrado de descuentos y ofertas, a buscar unas bolas de tenis que solo un vendedor británico tenía a la venta. Esa tarde tenía un partido de dobles, que jugaría junto a su gran compadre, el alemán Hans Rummel, quien le había pedido específicamente que, al ser su cumpleaños, su amigo tenía que complacerlo con ese capricho en particular.
En automóvil, uno de los pocos vehículos motorizados que recorrían las calles polvorientas de Barranquilla, Mendieta se acercó lo más que pudo al atiborrado centro, estacionó en las cercanías del Paseo Bolívar, al que recordaba como el sitio en que su padre tomaba té en la terraza del Edificio Palma, y se dispuso a caminar bajo el sol protegido por su fedora. Iba vestido de vinotinto, que lucía en una camisa de lino, y llevaba un pantalón beige.
Juan Mendieta, un popular bueno para nada, galán e inocente, no tardó en perderse entre las callejuelas del centro, transcurrido por comerciantes malolientes que se abalanzaron sobre él como depredadores en búsqueda de sus incontables billetes. Entre excusas, empujones y resbalones, el joven terminó con la camisa desgarrada, la fedora extraviada y la billetera vacía. A unos pocos metros, en lo que pareció la primera persona de bien en quién sabe cuántos kilómetros a la redonda, Mendieta vislumbró a un tipo delgado, bien vestido y de barba tupida, que comerciaba unas bolsas de queso y leche con un otro sujeto que se le hizo conocido.
Al acercarse, más harapiento que de costumbre, Juan Mendieta se puso nervioso a la hora de presentarse ante estos dos personajes, que discutían acaloradamente, al parecer, por la deuda que el tipo delgado, del que pudo percibir un aura de misterio, había contraído con el personaje que conocía de algún otro momento.
-Juan Mendieta, ¿es usted? -le preguntó el acreedor de la supuesta deuda. ¿Qué hace usted aquí, señor?
-Vine por unas bolas de tenis… pero eso no importa. Yo te conozco de algún lado, ¿eres socio del Club por casualidad?
-No socio propiamente, trabajo como mesero. Los he atendido a usted y a su padre en varias ocasiones-. El hombre parecía no creerse de verlo en esas circunstancias. -¿Está usted bien, señor?
-Sí.. sí…, estoy bien -dijo el joven galán restándole importancia a la situación-. ¿Y tú? ¿Este tipo no te quiere pagar?
Marco Siracusa, alterado por toda la situación, decidió calmarse al ver una posible oportunidad de negocio. Apelando a su encanto italiano y a su palabrería que le había conseguido todo en esta vida, encaró al joven que tenía enfrente con toda la decencia de la que un tipo como él era capaz.
-¿Tienes algún problema conmigo, jovencito?
-No, no señor -le dijo Juan Mendieta nervioso- solo necesito ayuda, para salir de aquí.
-Ah -Marco le sonrió ampliamente- estás hablando con la persona correcta. Acompáñame, te llevaré al Paseo Bolívar, ¿desde ahí te ubicas?
-Sí, sí señor, es usted muy amable.
-Vale, pero primero me acompañas a buscar a mi hija que se está midiendo unos vestidos, ¿ok?
-Si claro, no hay problema, ¿y su nombre es?
-Mi nombre es Marco Siracusa -dijo orgulloso el italiano-me place conocerlo. Juan Mendieta, es usted famoso en la ciudad. Venga, estará encantado de conocer a mi hija.
Acalorada, sumida en un carrusel de emociones por la impuntualidad de su prometido y por el acoso constante de su familia, Antonella Siracusa sintió desmayarse, como esa vez que nadó por primera vez en la piscina del hotel El Prado, el más lujoso no solo de Barranquilla, cuya alta sociedad se reunía en él todos los fines de semana para cotillear y darse un chapuzón en la alberca, sino también en toda Colombia, un país que más allá de las prósperas ciudades costeras no era más que montañas y caseríos dispersos en medio de la cordillera.
Antonella apenas tenía ocho años, con sus trencitas color caramelo colgándole de los hombros, cuando su madre, Gloria, su abuela Salma y su hermano Enzo la llevaron por primera vez a darse un chapuzón. Eran centenares las historias de aventuras que había escuchado en el comedor de la casa, mientras se almorzaba quibbe crudo con aceite de oliva, que contaban los amigos de Enzo, que para esa época era un adolescente lleno de hormonas y amores fugaces.
Para ellos, bañarse en la piscina de El Prado era el mejor plan de la época, pues allí también iban a refrescarse -y a conocer futuros maridos- las hijas de las familias más prestantes y acaudaladas de la creciente ciudad. Niñas blancas, rubias, con apellidos más imponentes que sus pocos años, se bañaban en vestidos de baño enterizos junto a sus padres y hermanos, que bebían güisqui y fumaban habanos sin preocuparse por el humo ni el olor.
Aquella mañana, cuando Antonella se sumergió de un salto en los más de dos metros de profundidad de la piscina de adultos, nadie se acordó -nisiquiera ella- que nunca le habían enseñado a nadar. Para ella, una joven brillante y más autodidacta que otra cosa, pues las monjas del colegio femenino no le enseñaban gran cosa, saber nadar era como aprender a comer, algo que venía inherente al ser humano. Apenas unos segundos dentro del agua fría le bastaron para darse cuenta de lo mortíferas que resultaban sus acciones, aún peor cuando se enteró que dentro de la piscina, al tener la garganta llena de líquido, no podía vociferar palabra, mucho menos gritar para pedir ayuda.
Así que pataleó y agitó los brazos en muestra de terror, del pánico más profundo, pues Antonella sentía que era muy joven para morir; y que si iba a hacerlo, la piscina de El Prado era el peor lugar para abandonar el reino de los vivos.
La sensación de ahogo, de impotencia y terror la asaltarían muchos años después sentada como una estatua renacentista en la sala cural de la iglesia de San José. Rodeada por los gritos de su abuela y de su mamá, ya ofendidas hasta la médula por el retraso del joven Juan Mendieta, Antonella sintió morirse nuevamente, pero esta vez no le importaba ni el sitio ni el momento, pues no había mayor vergüenza que haber sido plantada en el altar.
De repente sintió como los tejidos del vestido la ahogaban como serpientes, y como el manto transparente que debía cubrirle el rostro ante la llegada de Juan Mendieta se llenaba de lágrimas. No había mayor dolor que pudiera compararse con el agujero negro que le absorbía todos los recuerdos felices que había vivido en su corta vida, una existencia pura, llena de amor y buena comida.
Cuando la pestañina empezó a escurrirse sobre su escote, al tiempo que se soltaba los tacones para evitar que le siguieran quemando los tobillos, el sonido de trompetas, redoblantes y trombones la levantó del letargo de sufrimiento y angustia. Una algarabía como de carnaval se extendió como una llamarada por toda la iglesia, cuyos asistentes se habían puesto en pie para recibir -entre aplausos- al grupo de músicos que anunciaban la llegada del novio.
De un salto, Antonella se acomodó el vestido y se asomó por la pequeña ventana trasera de la sala cural, en la que ya estaban instaladas su madre y sus dos abuelas. Afuera, vestido todo de blanco, como un malvavisco fresco y listo para entrar al fuego, Juan Mendieta se bajaba de un automóvil rojo, descapotado, acompañado de su madre y dos de sus amigotes del Club de la Costa.
Con una mano en la espalda y otra ajustándose el cabello, Juan Mendieta entró como una celebridad a la iglesia, la cual lo recibió con los portones de madera abiertos de par en par. Todos los presentes, incluidos los vendedores ambulantes del exterior, lo aplaudieron como si hubiera llegado el mismísimo presidente. El soltero de oro, el joven más codiciado de la pequeña ciudad, iba a contraer matrimonio con la adorada Antonella, cuyo vestido de novia iba a pasar a la historia como el más bello en ser consagrado en ese imponente templo.
Entrado Juan Mendieta en la iglesia, engalanada con las mejores cortinas y manteles por la ocasión, los ojos se posaron sobre el altar, en donde -por estar escondida y evitar la vergüenza- no estaban ni Antonella ni su familia. El novio, asombrado, miró a todos lados en búsqueda de su hermosa prometida.
Antonella, en medio del desorden y el susto, dio un salto para acomodarse de un solo los tacones, que ya estaban tirados sobre la alfombra roja de la sala cural. Muy pocas milésimas de segundo le bastaron a todos para darse cuenta de que -aún con la llegada del novio- no estaban en sus posiciones para el matrimonio. Su padre, que no había pronunciado palabra, puso el grito en el cielo. La prometida, llorosa y ya desordenada, salió corriendo detrás del sacerdote y de su familia.
La boda iba a comenzar.